NO SUPERO LA MUERTE DE MI PADRE: ¿QUÉ HAGO?
La pérdida de un padre es uno de los hechos más importantes que puede
tocarnos enfrentar en la vida. Esto puede producir una gran tristeza y su duración e
intensidad van a depender de muchos factores, entre otros, la fortaleza de la personalidad y
la capacidad de superar esta adversidad tan importante. El proceso de superar el dolor también
puede estar supeditado al tipo de relación que se haya tenido con el padre fallecido. En
algunos casos porque se trataba de una relación estrecha o si no, porque se tenía al menos la
expectativa de desarrollarla.
En otros, por el contrario, porque hubo un abandono, en cuyo caso a la relación ausente, se
suma el hecho de que la muerte acaba por derrotar la esperanza de compensar o rehabilitar, en
algún momento, la fallida relación.
Entonces, de acuerdo a la experiencia vivida, la herida que se abre adentro de nuestro ser
determinará las formas que irá tomando el duelo.
En un artículo anterior planteamos cómo por devastadoras que parezcan las circunstancias,
cuando muere un ser querido es necesario que nos permitamos sentir el dolor, el quiebre, la
ruptura y todo aquello que acompaña la vivencia del duelo.
Si bien la aceptación es una de las etapas que debemos atravesar, algunas personas se resisten
a reconocer la situación y se quedan literalmente estacionados en el sentimiento de pérdida,
viviendo desde el dolor, la tristeza, soledad, desesperación e incomprensión hasta llegar a
identificarse con el fallecido, al punto de expresar la pérdida de la vida del otro como si
fuera la propia muerte:
"Desde que murió, yo también estoy muerto en vida y parece que cada vez es peor"...
En este caso, el deceso nos enrostra nuestra inevitable y próxima muerte, recordándonos la
mortalidad, la finitud, el propio deceso. Con ese ser muere entonces algo más que una parte
de nosotros. Morimos nosotros también.
Para otras personas parece más fácil no admitir la realidad. La negación puede ser la
consecuencia de no haber resuelto situaciones que quedaron abiertas. Estas vivencias
inconclusas por lo general tienen un gran contenido de rabia, dolor y miedo.
La no aceptación y la negación aumentan la dificultad de superar el duelo.
Una experiencia como ésta afecta el mundo interno de quien la vive. Se impone entonces la
necesidad de trabajar las fuertes emociones que surgen para que no se queden dentro
estancadas, como si el tiempo no pasara o se quedara detenido, sin dejarnos vivir plenamente.
Esto es muy importante porque no salvamos a nuestro padre muriendo con él, ni es lo que
honraría la vida que nos dió. La forma de honrarlo es viviendo nuestra vida con plenitud y
siendo felices de la mejor forma que podamos, asumiendo su pérdida como la ley natural de la
vida.
Ante cualquier dificultad para superar un duelo es imprescindible tocar fondo, muy adentro,
para después poder salir. La clave es dejar de buscar afuera la solución.
Es necesario vivir ese dolor que de pronto se nos instaló muy adentro hasta hacernos sentir
que nos duele hasta el respirar. Entonces... ¿Qué hacemos?
Vamos a tomar el riesgo de mirarnos en nuestra circunstancia actual, en nuestro presente, que
es lo único que tenemos: sin juicios, sin epítetos.
Vamos a acompañarnos a nosotros mismos con amor y paciencia. Vamos a elevarnos a la altura de
la circunstancia y descubrir que podemos seguir vivos.
Trabajamos entonces nuestro aferramiento a lo que ya no está, las ganas de no soltar, las
ganancias que sacamos de permanecer allí.
Podemos hacernos preguntas como: ¿Qué hago aquí y qué estoy esperando? ¡La vida continúa! Y
el mayor regalo que nos dio nuestro padre fue la vida que ahora nos negamos a recibir con todo
lo bueno y lo malo que tiene, con el dolor y el pesar y con todo lo demás que me sigue
ofreciendo y que puedo convertir, si lo deseo, en algo positivo.
Con valor, me pregunto de nuevo: ¿Qué estoy esperando para usar ese hermoso regalo? ¿Lo recibo
o lo rechazo?
Y solo entonces puedo decir: "Gracias Padre, eres único. El más grande, porque al mirarte no
necesito buscarte en nadie más. Soy parte de tu legado, llevo tus genes, tus gestos, lo
aprendido. Podré mirarte siempre que me mire, podré seguirte observando en mis hijos y no
importa como haya sido todo. Ahora te doy gracias por la vida y por todo lo que aprendí de ti,
en tu presencia y en tu ausencia, porque hoy puedo acompañar a otros por el simple hecho de
haber vivido… Honro tu lugar intocable: el lugar único de ser mi padre, el que me dió lo más
preciado: la vida. Nos veremos luego.
Irene Specht