LA TRAMPA DE LA COMPLACENCIA
Muchos se refieren a la vida como un escenario. Y en cierta forma lo es.
Aprendemos y creamos roles para desenvolvernos en muchas circunstancias. No nacemos ni nos
desenvolvemos solos. Siempre estamos rodeados, siempre estamos con otros. De hecho,
pertenecemos a grupos a los cuales entramos y salimos. Y sólo en estos grupos podemos crecer
para saber quiénes somos.
Un ejemplo de esto lo relató Daniel Defoe en su famosa obra "Robinson Crusoe" en 1719.
Robinson Crusoe es un náufrago que vive en una isla, durante muchos años, completamente
aislado de otros seres humanos. Hasta que aparece un nativo adolescente, a quien el inglés
deberá agradecer su presencia hasta el final de su aventura y que llama "Viernes" porque ambos
se habían conocido un viernes. El muchacho indígena lo completa, es un Otro que le permite a
Crusoe definirse y redefinirse a sí mismo.
Sin ser completamente gregarios o completamente solitarios, permanentemente establecemos
relaciones con otros seres humanos.
Pero a veces, nuestra necesidad de ser aceptados o aprobados por este Otro que nos ayuda a
definirnos, puede hacernos creer un falso precepto: "Si me pierdo, me entrego o disuelvo en
el amor de otra persona, voy a encontrar la dirección correcta para llegar a mí mismo".
Entonces, en nombre del amor, el camino que iniciamos nos puede llevar a la pérdida de
nosotros mismos, al abandono y renuncia de nuestra individualidad.
Nuestro deseo de complacer al otro para lograr su aceptación va a depender del tamaño de
nuestra necesidad. Pero... ¿En qué grado creemos que tenemos que llenar las expectativas de
otros?
La respuesta depende del entorno en el cual vivimos, de los aprendizajes que tuvimos en el
hogar, de los grupos de pertenencia, de la cultura, de la familia.
Si, por ejemplo, renunciamos a ser exitosos para evitar los celos del otro, terminamos
llenando sus expectativas y dejamos de ejercer el verbo Ser. Vivimos perdidos, con los
límites difusos entre uno y otro.
Los roles que nos inventamos llegan a ser tan habituales que parecen parte de nuestra
naturaleza, como una segunda piel.
Lo que representamos se convierte en una forma de ser tan arraigada, tan internalizada que ya
no nos reconocemos.
Como quien deja de ser persona para ser pareja, luego deja de ser pareja para convertirse en
padre, y deja de ser familia para convertirse en ejecutivo y así... poco a poco vamos dejando
de ser quienes somos para convertirnos en quienes "debemos ser". Más vale decir entonces: "Yo
soy el dueño de mi Sí y de mi No".
Irene Specht